domingo, 6 de noviembre de 2011

Autobiografía, Joaquín Sabina.

A los 14, parece que fue ayer, el rey Melchor se lo hizo bien conmigo y me trajo por fin una guitarra. Aquel adolescente ensimismado que era yo, con granos y complejos, en lugar de empollar física y química, mataba las horas rimando en un cuaderno a rayas, versos de odio contra el mundo y los espejos. El mundo, lejos de sentirse aludido, seguía girando, que es lo suyo, desdeñoso, sin importarle un carajo mi existencia. Y los espejos, cabrones, en vez de consolarme con mentiras más o menos piadosas, me sostenían cruelmente la mirada.

Vivía en un sitio que se llamaba Úbeda. Algunas noches, mientras mis padres dormían, me daban las 10 y las 11 y las 12 y la 1 practicando con sordina en mi flamante guitarra los acorde de 'Blanca y radiante va la novia' o iniciándome en el furtivo y noble arte de la masturbación o suspirando por mi vecina, una rubia de bote que suspiraba por un idiota moreno que tenía una bici de carreras y jugaba al baloncesto. Solo se me ocurría tres maneras de atraer su atención: triunfar en el toreo, atracar un banco o suicidarme. Lo malo, era que las tres exigían una dosis de valor que yo, ay de mí, no poseía. Yo poseía mi cuaderno a rayas, cada vez más lleno de ripios contra el mundo, mi guitarra cada vez más desafinada y un plano del paraíso que resultó ser falso, y la vida previsible y anodina como una tarde de lluvia en blanco y negro.

Pero en la pantalla del ideal cinema, cuando no daba una de romanos, el viento golfo de Manhattan, le subía la falda a Marylin y era domingo y no había clase y los niños de provincias soñábamos despiertos y en tecnicolor con pájaros que volaban y se comían el mundo. Y el mundo que querían comerse los pájaros que anidaban en mi cabeza, pongamos que se llamaban Madrid.

Así que un día me subí sin billete de vuelta, al vagón de tercera de uno de aquellos sucios trenes que iban hacia el norte, me apeé en la estación de Atocha y aprendí, que las malas compañías no son tan malas y que se puede crecer al revés de los adultos, y supe al fin a qué saben los aplausos y los besos y el alcohol y la resaca y el humo y la ceniza y lo que queda después de  os aplausos y los besos y el alcohol y la resaca y el humo y la ceniza. Tal vez por eso mis canciones quieran ser un mapa mundi del deseo, un inventario de la duda, siete crisantemos con espinas.

Y cuando las cartas vienen malas, y amenaza tormenta, y los dioses se ponen intratables y los hoteles no son dulces, y todas las calles se llaman Melancolía, todavía fantaseo con debutar significadores o con desvanijar sucursales de Banesto o con probar mi suerte a la ruleta rusa, pero ahora, en lugar de tirarme en las ventas de espontáneo o del gemir de una carta póstuma a Garzón o de ahorrar para una Smith and Wilson del especial, escribo en tecnicolor la cnción de las noches perdidas, para vengarme de tantas tardes de lluvia en blanco y negro, de tantos hombres de traje gris, de tantas rubias de bote que se van con idiotas morenos que juegan al baloncesto, de tantas bocas adorables que nunca fueron mías, que nunca serán mías.

Aquellos granos que trajeron estas cicatrices y aquellos Minuras que nunca toreé y me cosieron a cornadas el alma. Pero no me quejo, tengo amigos y memoria y risas y trenes y bares y una mala salud de hierro y un puñado de canciones recién salidas del horno que me tienen, dejadme que os lo cuente, orgulloso como un padre primerizo que babea.

Y de cuando en cuando, una rubia de bote me tira un beso desde el público aprovechando un despiste de su novio, ese idiota moreno que juega al baloncesto.

¿Que a qué viene todo esto? Pues a que anochece y está lloviendo y los periódicos hablan de elecciones y yo no sabía cómo hablaros de esta boca que es, desde ahora y para siempre, más vuestra ya que mía.

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Ñañañañá